Transcurría el año 1978. Lo sé con tanta precisión porque recuerdo como hoy que estaba en tercero de primaria. Un día de esos cualquiera entró al curso el entrenador de educación física y luego de pedir permiso a la profesora se dirigió a nosotros y preguntó: “¿Quiénes de ustedes practican natación?” Yo, que en el verano previo había cogido unas clases, levanté mi mano efusivamente. El profesor apuntó nuestros nombres y salió del curso. Luego de visitar los otros dos cursos de tercero ya había terminado su reclutamiento de la selección de nadadores de ocho años para los campeonatos intercolegiales. Recuerdo que al llegar a la casa anuncié con bombos y platillos mi participación en una competencia de natación.
Llegó el gran día de la competencia y también el momento de mi nado. De repente me paré en una plataforma con siete niños más. Recuerdo que todos ellos estaban a mi derecha en sus respectivos carriles. También recuerdo pararme en esa plataforma y ver allá a lo lejos lo que desde mi perspectiva de niño parecía el otro extremo del Gran Cañón. Era la pared de llegada, y por primera vez sentí un poco de miedo al ver esa meta tan lejana. Pero recuerdo haberme dicho: “si ellos pueden yo también puedo”.
“!En sus marcas, listos, BANG!” Al agua… Recuerdo mi chapoteo intenso y la sensación de no avanzar nada prácticamente. Mientras más intentaba agitar mis brazos, menor era la sensación de avanzar, pero mucho mayor la sensación de cansancio. Seguí luchando y “chapoteando” hasta que no pude más y empecé a tragar agua. Recurrí a la pared y salí llorando y tosiendo. Peor fue mi sensación al ver que apenas había llegado a la mitad de ese “enorme” abismo de 50 metros. Y que los demás niños ya casi llegaban a la meta. No había salido del todo de la piscina cuando un señor me ayudaba a salir y me abrazaba mientras me decía que eso no era nada. Era mi padre. Sé que me dijo muchas cosas en ese momento. Pero hubo una frase que nunca olvidaré, la cual me la dijo mientras me ayudaba a secarme y mientras yo todavía sollozaba por mi “fracaso”: “No te preocupes por eso mi hijo. Te prometo que tú vas a ser uno de los mejores nadadores de este país”… No recuerdo cuanto tiempo pasó desde el incidente, aunque estimo que apenas transcurrieron semanas y ya estaba yo entrenando en un equipo de natación. Cinco años después yo era selección nacional en unos campeonatos Centroamericanos. Confieso que todavía a veces se me aguan los ojos cuando recuerdo el episodio…
Lo que les quiero compartir en esta nota no es para nada una historia de éxito personal. Pues aunque fui (entiendo yo…) un buen nadador, ni rompí un record olímpico, ni tampoco pasé al salón de la fama de la natación dominicana… Simplemente quiero con este ejemplo evidenciar la importancia de decir la frase adecuada en el momento apropiado. La importancia de recordarles a las personas siempre el gran potencial que tienen, y la relevancia de acompañar y apoyar a éstas a superar sus barreras, ya sean estas reales o imaginarias. ¿Me pregunto a veces qué hubiese pasado si mi padre me hubiese reprochado en ese momento que para qué me apunté en una competencia para la que no estaba ni remotamente preparado? ¿Qué hubiese pasado si no me hubiese dicho aquella frase reconfortante y no me hubiesen inscrito luego mis padres en un equipo, llevado todos los días (madrugadas y tardes) a practicar? ¿Qué hubiese pasado si cada vez que decía que no quería ir a practicar no me hubiesen recordado mis padres que yo había asumido ese compromiso y que las cosas o se hacían bien o no se hacían? La verdad que sería absurdo especular. Pero de lo que estoy seguro es que quizás hoy no recordaría ese incidente como un episodio grato en mi vida.
¿Cuántas veces nos hemos sentado a preguntarle a una persona cómo está con verdadero interés de escucharle? ¿Cuántas veces alguien a nuestro alrededor falla y no nos tomamos el tiempo de tan siquiera indagar si hay un trasfondo o una situación personal detrás de ese fallo? Mucho menos de acompañarle en la solución de éste. ¿Cuánta gente talentosa ha pasado por nuestras manos a lo largo de nuestra vida y no nos tomamos el tiempo de ayudarles a descubrir su talento y liberar su potencial? ¿Cuántos “muy bien”, “excelente”, “sigue así”, “eso no es nada” nos hemos tragado y los cuales quizás pudiesen haber hecho la diferencia en la vida de una persona? Y no estoy hablando de dar palmaditas cuando algo está mal hecho. Todo lo contrario, muchas veces lo que necesitan las personas escuchar es “eso no está a la altura de tu potencial”, “tú tienes mucho más talento de ahí”, “ese descuido no está a la altura de mis expectativas contigo”. Y luego sentarnos a decirles claramente cuales son nuestras expectativas y la envergadura de su labor. Es decir, no me refiero sólo al mensaje mismo, sino también a dedicar el más valioso e irrecuperable activo que tenemos, nuestro tiempo, a ayudar a esas personas.
Como casi todo lo que escribo en este blog, este es un consejo que me doy a mí mismo de primero, ya que al igual que muchos estoy todavía muy lejos de mi máximo potencial como líder, como colega, como amigo, como padre, etc.. Pero entiendo que el primer paso está en reconocer que nos queda mucho por recorrer…