Transcurría un viernes cualquiera de principios del 2002 y estaba verificando, junto con una empleada, unos materiales colocados en la mesa de recepción de uno de nuestros eventos. Repentinamente (y casi generándome un infarto), entró corriendo al salón un señor que me decía en voz alta y con los ojos bien abiertos: “¡Usted tiene que venir a ver este hombre, usted tiene que venir a ver este hombre!” Recuperándome del susto, logré enfocar la mirada y descifré quién era esta persona que me hablaba con tanta insistencia. Era el fotógrafo oficial del hotel. Con una mezcla de curiosidad, asombro y, por qué no decirlo, “terror” ante el comportamiento del personaje, atiné a preguntarle: “Discúlpeme ¿pero a ver a quién?” A lo que él me respondió con una gran sonrisa, mientras iba bajando sus “revoluciones” y recuperando el aire: “Al señor que está dando la conferencia en el salón allá debajo. Ese hombre es un espectáculo; le digo, es un escándalo…”. Le expliqué cortésmente que ese era un evento privado y que yo no podía sencillamente aparecerme allí para ver a un conferencista. Y mucho menos estando yo en el negocio de la capacitación, pues se podría interpretar como una acción de “espionaje industrial” y no me gusta hacer lo que considero es una falta de ética profesional. No obstante, le di cortésmente las gracias.
El fotógrafo, un poco desencantado ante mi negativa -pero entendiendo el por qué de mi respuesta- dio media vuelta y se retiró lentamente. Pero antes de irse, se detuvo, miró hacia la mesa e hizo algo que en aquel momento no le di demasiada importancia: tomó una tarjeta de presentación mía y se marchó. En la tarde, el fotógrafo -esta vez totalmente calmado- volvió a entrar a la recepción del salón y me dijo en un tono que parecía como si me estuviese dando la respuesta a una misión que yo le asigné: “Ya hablé con el hombre. Me dijo que él está con un grupo que vino de fuera a una convención y que no trabaja con nadie aquí”. Tuve que reírme ante su persistencia y le dije que trataría de pasar a ver al conferencista. Esta vez se fue más contento. No sé si fue porque se me olvidó o porque estuve muy ocupado en el evento y se me complicó ir, pero la realidad es que no fui a ver al señor. De hecho, olvidé el episodio, aunque no por mucho tiempo…
En la mañana del siguiente lunes, mi asistente me informó que un tal señor NNN me había llamado, que el fotógrafo del hotel le había pasado mi tarjeta y que quería, si era posible, una cita conmigo ese día ya que se iba de regreso a su país al otro día. A pesar de lo sorpresiva de la llamada, lo “extraña” que había sido toda la situación y que ese no era nuestro “modus operandi” para contactar y captar facilitadores y conferencistas, por cortesía accedí a reunirme con él. Para hacer una historia larga corta, la reunión fue tan fructífera que durante los siguientes cinco o seis años, este fue (por mucho margen) el conferencista que en más ocasiones trajimos al país. Las anécdotas, experiencias y éxitos compartidos suman las docenas y hoy día -aunque en mucha menor proporción debido a que él decidió dedicar más tiempo a otros negocios- mantenemos una estrecha relación personal y profesional.
A veces me pregunto qué hubiese pasado si el fotógrafo no hubiese tomado por iniciativa propia mi tarjeta. O si no se la hubiese dado a aquel conferencista. O si el conferencista no me hubiese llamado. No sólo yo hubiese perdido muchos negocios, sino que también me hubiese perdido de los valiosos aprendizajes y experiencias que obtuve durante nuestro intenso periplo con este conferencista.
Aquel fotógrafo, con su gesto desinteresado, me dio mucho. Me enseñó que la persona menos pensada nos puede hacer un gran favor, dar una gran idea, generar un gran negocio, hacernos ganar un gran amigo o, como esta historia evidencia, darnos una gran lección. Y desde ese día he aplicado este principio de no subestimar a nadie (al menos de forma consciente). Hay que tener siempre la humildad de entender que todas las personas, absolutamente todas, tienen algo que aportarnos. Debemos desarrollar la capacidad de escuchar y nunca invalidar la información de los que no son “expertos” en lo que hacemos. Y, sobre todo, debemos desarrollar la receptividad para estar alertas y abiertos a las oportunidades.
Pero este incidente con mi amigo el fotógrafo no terminó ahí. Durante años, cada vez que me llegaba a la mente aquel peculiar episodio y su gratificante desenlace, me decía a mí mismo: “Debe haber una forma de agradecerle a este señor”. Siendo honesto, nunca daba el paso. Pero, el destino me sirvió en bandeja de plata la oportunidad de mostrarle a este señor mi gratitud, sin tener que decirle por qué lo hacía. Lo interesante es que, luego de este episodio de “repago”, cada vez que me lo encuentro, él no para de agradecerme. Y yo siempre le respondo que soy yo el que tiene que agradecerle a él…