Hace aproximadamente un año y medio un grupo de amigos decidimos activar nuestra oxidada vena “extrema” y hacer un tour de “canyoing” o barranquismo en Jarabacoa.
El proceso de bajada por los distintos barrancos fue definitivamente un rush de adrenalina, pues el día antes había llovido y esto hacía el recorrido aún más intenso y demandante. No obstante lo arriba expuesto, el hecho de contar con equipos de primera, guías bien entrenados, la altura conservadora de una gran proporción de los barrancos hacían que esta fuese una actividad, que si bien era a todas luces demandante, al mismo tiempo tuviese un nivel de riesgo moderado. Y así lo percibimos en todo momento, hasta que llegamos al obstáculo final: Teníamos que bajar el Salto Baiguate…
Al llegar al salto, uno a uno nos fuimos asomando a ver la distancia desde donde estábamos al piso y todos comprobamos la teoría de que las cosas siempre se ven más altas desde arriba… Uno a uno empezamos a descender. Apenas uno de los compañeros, quien entrenaba para un triatlón, optó desde un principio por no arriesgarse a tener una lesión a apenas pocos días de su competencia.
Finalmente me tocó a mí. Procedí con firmeza a amarrarme la soga y a cuadrarme para el descenso. Inmediatamente afinqué el primer pie resbalé bruscamente y perdí el equilibrio, y aunque estaba más que seguro con el arnés y la soga, tras el susto tomé inmediatamente la decisión de no descender. Me quité el equipamiento y procedí a bajar caminando por un camino que llevaba hacia abajo.
Cuando finalmente bajé me encontré con el compañero que había optado por no bajar y le comenté que había decidido no hacerlo. Mientras veía como uno a uno mis demás compañeros iban descendiendo y les escuchaba contando sobre su experiencia, el corazón me empezó a palpitar. Conociéndome a fondo sabía en lo más profundo de mí ser que no me iba a perdonar a mi mismo el no haber vencido ese obstáculo. Y peor aún, me lo iba a estar reprochando todos los días hasta que volviese a hacerlo. Tomé la decisión en ese momento de volver a subir y descender por el salto.
Cuando llegué a la cima procedí a ponerme todos los equipos y sin pensarlo mucho empecé a descender hasta llegar al piso. Obviamente al terminar de bajar sentía como si hubiese escalado el Monte Everest o me hubiese lanzado desde un paracaídas. Entendí en ese momento una vez más que a la hora de confrontar un miedo no hay posibilidad de empate. Simplemente o lo vences o éste te vence.
Lo que les acabo de contar a continuación no es una historia personal de heroísmo. A cualquiera que practique deportes extremos o que haya hecho el recorrido, puede que el “gran logro” arriba expuesto le resulte trivial, exagerado o incluso irrelevante. Y realmente no lo culpo, pues la realidad es que visto ahora en perspectiva, el peligro era relativamente poco. Pero esa es precisamente la magia de vencer nuestros propios miedos, pues al final de cuentas el éxito en la vida (en cualquier rol o faceta) no se trata de superar a otros, sino de superarnos nosotros mismos.
Pero sobre todo, aquel episodio me recordó algo muy importante. Con mucha frecuencia, el principal y único gran obstáculo que tenemos que vencer para poder lograr nuestras metas y sueños tiene apenas unos 14 cms de ancho por 9 cms de alto (aprox.). Si no sabe a qué me refiero, le doy una pista: Este obstáculo se encuentra entre nuestras dos orejas…