A principios de año tuve la oportunidad de ir a un viaje de vacaciones a esquiar en la nieve. Durante mi estadía, coincidí por casualidad una mañana con un amigo de mi padre y decidimos esquiar juntos ese día. Finalizado el día y luego de una amena jornada, coordinamos nuevamente para repetir al día siguiente.
A la mañana siguiente nos reencontramos en el mismo lugar. Al saludarnos y mientras nos alistábamos me comentó que al mediodía debíamos recoger a un amigo suyo, con quien él había coordinado subir la montaña a partir de esa hora. Esquiamos amenamente hasta que fueron finalmente las 12:00 pm y bajamos a recoger al amigo. Al llegar al punto de encuentro se nos acercó muy lentamente con su traje de ski un señor muy elegante y quien aparentaba estar muy cerca de los 80 años. Mi reacción inmediata al verle fue una combinación equitativamente distribuida en partes iguales entre admiración, asombro y preocupación. Mientras aquel señor se acercaba a nosotros el amigo de mi padre me dijo en voz baja: “Debes respetar cuatro reglas: Esquiar a una distancia prudente de él, esquiar siempre detrás de él, seguirle en las pistas que él escoja y, como él va un poco lento, siempre darle un margen de tiempo prudente para que avance delante”.
Lo que a primera impresión aparentaba que sería una “eterna” jornada resultó ser una muy grata experiencia. No solo aquel señor era extremadamente agradable y culto sino que también tenía numerosas vivencias y anécdotas sobre sus años mozos de ski, las cuales compartía amenamente con nosotros durante las paradas obligatorias y subidas en la telesilla. No obstante esto, mis ansias de un poco de adrenalina empezaron a hacer su aparición.
Transcurrida una hora y media más, de una jornada de esquí que entendía que era demasiado pausada para mi gusto, se presentó una oportunidad de oro… Llegamos a una bifurcación donde la pista se dividía en dos (una más fácil y otra menos fácil), ambas bordeaban unos pinos y al final se unían de nuevo. Ya desesperado por un poco de acción le comenté al amigo de mi padre que me iría por el camino más retador y que nos juntábamos todos abajo donde se unían ambas pistas. Terminado mi recorrido, y sabiendo de antemano que la bajada de ellos días iba a ser un poco más lenta, me dispuse a esperar unos minutos. Transcurrido un tiempo más que prudente y sin verles bajar supuse que o ellos habían tomado otro camino o yo me había confundido. Así que opté seguir esquiando y reunirnos al final de todo el recorrido.
Cuando llegué al final de la pista también tuve que esperar otro largo rato. Esto en un principio no me extrañó ya que sabía de antemano que ellos iban más lento. Pero luego, esta espera empezó a exceder los límites de la normalidad y empecé a preocuparme. Pero esperé, a pesar del frio, sin desesperarme hasta que finalmente y con cierta sensación de alivio, vi descendiendo aquellas dos siluetas. Cuando se acercaron a mí y les pregunté que si habían tomado alguna otra ruta, la respuesta del señor me dejó pasmado: “No. Fue que me caí”. Mientras me mostraba un pequeñito rasguño en el lado derecho de su rostro. Resultó ser que apenas unos segundos de yo haberme separado de ellos, en mi búsqueda personal de un poco de emoción, el señor se cayó. Y yo claro, no estuve ahí para ayudar. Recuerdo que tragué en seco y apenas atiné a reprocharme a mí mismo por dentro: “Que mal por ti Ney… En el momento que accediste a irte con ellos asumiste un compromiso y aceptaste una responsabilidad. Y por resolver tu propio problema les fallaste”. Pudo ser más grave pero, gracias a Dios no pasó de un pequeño susto. ¿Pero y si no hubiese sido así? ¿Cómo me hubiese sentido? El episodio fue suficiente para recibir una de esas lecciones que no se olvidan y recordar uno de los principios que tanto menciono: La importancia de pensar en los demás…
¿Por qué comparto ésta anécdota? Tal y como he dicho antes, en la vida nada es neutral. Es decir, todo suma o resta. A pesar de esta realidad en muchas ocasiones olvidamos que, como entes sociales que somos, todas y cada una de nuestras acciones y decisiones impactan, en mayor o menor grado, a otras personas. Es por esto que, en todos nuestros roles o facetas, es tan importante pensar antes que actuar y sobre todo, no anteponer siempre de forma unilateral y a toda costa nuestros intereses y conveniencia por encima de los intereses de los demás. ¿Se trata ahora de perder nuestra autonomía y ceder todas nuestras decisiones a la aprobación o escrutinio de los demás? Para nada. Simplemente se trata de tener presente en todas nuestras decisiones, por simples e insignificantes que resulten, si estamos pensando de forma egoísta en nuestros propios intereses y si de paso estamos obviando los de los demás.
Por último, quisiera exhortar a tratar incorporar siempre esta variable (pensar los demás) en todos nuestros procesos de toma de decisiones y sobre todo, que lo hagamos siempre de forma constante. De esta forma se convertirá una pieza medular de nuestro pensamiento la cual, incluso si no la incluimos por descuido al menos nos demos cuenta que no lo hicimos y aprendamos la lección…