La servilleta “embollada”

Un Día de Acción de Gracias, una joven recién casada estaba preparando un pavo siguiendo una receta familiar. Antes de llevarlo al horno, le cortó los muslos al pavo. Su esposo, que la acompañaba en la cocina, le preguntó por qué hacía esto, a lo que ella respondió que lo había aprendido de su madre y que suponía que era para garantizar una mejor cocción.

Al día siguiente, al tomar conciencia de que jamás había cuestionado el motivo de aquel paso en la preparación del pavo, decidió preguntárselo a su madre. Sorprendida, esta le contestó que así lo había aprendido al ver a su madre hacerlo desde que ella era pequeña y que suponía que esto ayudaba a que tuviese mejor sabor.

Insatisfecha con aquella respuesta, la joven fue a ver a su abuela para entender el origen de aquella costumbre. La abuela se rio y le dijo: “Ay, mi nietecita querida, lo que pasa es que tu abuelo y yo éramos pobres y, en aquella época, el horno que teníamos era muy pequeño. Así que como no cabía el pavo entero, yo le cortaba los muslos para poder entrarlo”.

Esta jocosa, pero a la vez aleccionadora leyenda urbana es para mí un vivo ejemplo de cómo las prácticas en las organizaciones pasan de una generación de empleados a otra durante décadas sin que nadie se detenga por un minuto a cuestionarlas. Y no solo esto, sino que se siguen de forma innegociable y estricta sin cuestionamiento alguno y sin proponer variaciones.

Un ejemplo parcial de esto lo viví durante un anhelado viaje con mis padres. El día en que llegamos a nuestro destino, al ver que las temperaturas eran más bajas de lo esperado, salí a comprarle un abrigo más grueso a mi padre. La idea era darle una sorpresa con este regalo.

Una vez que había elegido el abrigo y ya a punto de pagar en caja, una señora con un cochecito de bebé y una enorme bolsa con artículos de la tienda se acercó a la cajera. En la mano llevaba una servilleta  “embollada”, hecha una pequeña esfera más diminuta que una nuez, y le preguntó dónde podía tirarla. La cajera, que no pasaba de 20 o 21 años, le respondió sin titubear y sin mirarla a la cara: “No podemos tirar la basura de los clientes”. Ante aquella respuesta tajante, la señora puso cara de resignación y se alejó con todo su cargamento y empujando el cochecito para seguir mirando la ropa de la tienda.

Cuando la cajera me miró para cobrarme y notó mi expresión de asombro —quizás suponiendo lo que yo estaba pensando—, se apresuró a justificarse, diciendo: “Es que tenemos prohibido tirar la basura de los clientes, y más hoy que es domingo y no la recogen”, mientras me señalaba el cesto de basura, que ya daba señales de estar casi lleno, pues era el final de la tarde. En otro momento de mi vida le hubiese dado una cátedra de empatía, sentido común y enfoque en el cliente a aquella chica, indicándole que aquel bollito de papel no iba a hacer ninguna diferencia en su cesto de basura y que era poco el esfuerzo que tendría que hacer para ayudar a aquella clienta. Pero lo cierto es que procedí a pagar el abrigo sin decir una palabra. Sin embargo, antes de retirarme, busqué a la señora y le dije que lamentaba lo que le había sucedido.

Determinar el curso de acción correcto a tomar por aquella cajera podría ser objeto de un profundo debate. De hecho, he pensado en elaborar un pequeño caso al respecto. Puede ser que en esa tienda haya un lineamiento de no aceptar la basura de los clientes por razones de mantenimiento, higiene, salubridad o seguridad. Por ejemplo, ¿qué sabía la chica del recorrido que había tenido aquella servilleta, previo a convertirse en una bolita diminuta de papel en mano de aquella madre? ¿Estaba ella obligada a tomarla con sus manos para tirarla a la basura?

Pero es innegable que aquella chica había hecho como la hija y la nieta de aquella señora de la historia: siguió una costumbre, política o lineamiento sin interiorizar que el objetivo final de toda empresa debe ser generar experiencias de compra memorables para sus clientes. Y eso, en muchos casos, requiere saber gestionar adecuadamente las excepciones cuando las circunstancias lo ameritan. Pero sobre todo olvidó el principio número uno de la gestión de clientes y que aprendí con mi amigo y aliado Jonatan Loidi en uno de sus masterclases: “El propósito vence la tarea”.

Por ello, más allá de cumplir una norma al pie de la letra, aquella cajera debió estar mejor entrenada para manejar situaciones no previstas, o al menos contar con empatía para ofrecer una disculpa genuina cuando no puede satisfacer una solicitud razonable de un cliente.

Hoy en día, es imperativo que las organizaciones hagan un esfuerzo riguroso y disciplinado para evaluar sus procedimientos actuales y determinar si estos, en lugar de facilitar, están entorpeciendo la labor de sus colaboradores. De igual forma, toda empresa que aspire a ser competitiva debe contar con sistemas y procesos orientados a facilitar la vida de quien es su razón de ser: el cliente. Y sobre todo, deben tener claro que los procedimientos no deben burocratizar la toma de decisiones, sino, por el contrario, hacerla más ágil y eficiente. Asimismo, deben buscar y desarrollar mecanismos, árboles de decisión y tecnologías que faciliten la toma de decisiones por parte del personal intermedio o, mejor dicho, que les habiliten realmente para decidir en esos momentos de verdad donde las cosas no son ni bancas ni negras.

En resumen, para que una empresa pueda empoderar a sus colaboradores, primero debe habilitarlos y facultarlos. Y no porque sea simplemente un prerrequisito, sino porque su existencia depende de ello.

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