En un pequeño pueblo en el interior del país había un colmadón que, por mucho margen, era el más concurrido y popular. Se llamaba Los Trinitarios en honor a los tres hermanos fundadores. No había literalmente un día de la semana en que Los Trinitarios no estuviese totalmente lleno de clientes fijos, gran parte de los cuales eran los más ricos del pueblo. Entre estos comensales “fijos” se destacaba “Juan el Borrachito”, un diminuto, delgado hombre de tez ceniza y cabello ondulado enrojecido por las largas jornadas bajo el sol trabajando en los conucos.
Juan el Borrachito, era todo un personaje. Siempre estaba medio alcoholizado y entretenía a todos con sus salidas espontáneas, sus solicitudes de un último traguito “fiao”, sus historias sobre su novia rica que vivía en “Nueva Yol” y que “ya lo había pedido”, sus constantes requerimientos de “un Montecarlo” a cuanto fumador viese, sus acrobáticos bailes de bachata acurrucado con una botella tal si fuese su pareja y sus anécdotas de cuando era guardia en la frontera. Pero también era famoso por gastar todo su jornal en el colmadón, ya sea cenando, bebiendo o mandando a pedir al día siguiente un “aguita de azúcar” para la resaca. También era famoso por ser siempre el último en irse todos los días. Así pasaron los años y Juan el Borrachito seguía yendo todos días a Los Trinitarios. De hecho podríamos decir que se transformó literalmente en parte misma del establecimiento, tal y como lo eran las sillas, la música alta o las famosas cervezas cenizas.
Una noche Juan el Borrachito no fue a Los Trinitarios. Como en algunas ocasiones esporádicas éste se enfermaba de las rodillas o simplemente empezaba a tomar desde temprano en su casa y se dormía. Nadie se preocupó. Pasaron, dos, tres, cuatro días y Juan el Borrachito no venía al establecimiento, por lo que algunos comensales empezaron a preguntar por él. Transcurrida una semana sin Juan el Borrachito dar señales de vida, Ricardo, el actual dueño de Los Trinitarios, mostrando apenas una mínima curiosidad, le preguntó a sus empleados si sabían algo de él. Uno de sus empleados atinó a decirle que lo habían visto en El Arcángel, un colmadón competidor de mucho menos popularidad, y que según le contaron, Pedro, el dueño del establecimiento le regalaba la cena y los tragos a Juan el Borrachito. La conversación no paso de ahí.
Pasó un mes y por razones desconocidas Los Trinitarios empezó a sentir una marcada y constante disminución en el flujo de clientes. Preocupado por la situación el dueño empezó a buscar causas sin encontrar ninguna razón aparente. Un día, pasando por el frente de El Arcángel, Ricardo atinó a ver a varios de sus antiguos mejores clientes allí sentados. Llamó a algunos de estos al celular para preguntarles por qué ya no iban a su negocio. Uno de ellos le dijo que él iba a Los Trinitarios a botar el golpe riéndose con las ocurrencias de Juan el Borrachito, y que al él moverse de colmadón él lo había hecho también. Otro le dijo que, un día fue por curiosidad a ver que podría haber hecho moverse de negocio a un cliente tan leal como era Juan el Borrachito, y que le había gustado el ambiente. Para hacer una historia larga corta, hoy ya no existe Los Trinitarios y El Arcángel es el principal colmadón del pueblo. Juan, el borrachón insignificante, con su mudanza había generado un efecto dominó que terminó sacando de circulación un prospero negocio.
¿Por qué he dedicado cuatro párrafos a una historia ficticia de un borrachón y un colmadón?. Porque a mi entender todos nosotros, ya sea en el plano profesional, empresarial y/o personal, tenemos nuestros propios “Juanes”. Me refiero a personas que estamos tan acostumbrados a que estén siempre ahí, que simplemente los relegamos a un segundo plano, nos olvidamos de ellos, subestimamos su verdadero valor o simplemente fallamos en reconocérselo. Al menos hasta que ya es muy tarde.
Me refiero quizás a la secretaria ejecutiva súper eficiente que asumimos que ya está demasiado mayorcita para que la contraten en otro lugar o para querer estar cambiando de trabajo (así que para qué motivarla si hasta debería estar agradecida…). O aquel cliente pequeño con una iguala que confió en nosotros al principio de nuestro negocio y que siempre va a estar ahí (ya que entendemos le conviene más el precio que le damos nosotros…). O el cliente que tiene tantos servicios contratados con nuestra empresa y con numerosos contratos cruzados que el costo de cambio le resulta tan alto que prefiere estar con nosotros aunque sea a regañadientes (así que para que informar que ya han salido mejores planes para su tipo de negocio si él no se queja de los actuales…). O el hijo que es buen estudiante y que no le reconocemos esto (porque ese es su deber…). O incluso hasta nuestra la pareja (a donde va a ir a estas alturas con esas canas y esas libritas extra…). Y esto sólo por poner aleatoriamente unos cuantos ejemplos, pues la lista puede ser infinita.
Es muy importante que hagamos una parada e identifiquemos quiénes son los “Juanes” de nuestra vida, reconozcamos su gran valor y actuemos en consecuencia. Esto antes de que venga un Pedro de El Arcángel y nos haga darnos cuenta que ya es demasiado tarde…