Como he dicho en otras ocasiones, a lo largo de nuestra vida suceden una serie de episodios que son “puntos de inflexión” en nuestro crecimiento como seres humanos. La anécdota que les contaré a continuación es una de éstas. Transcurrió en el verano del 1987 y yo estaba de vacaciones visitando los “abuelitos de España”, nombre con el que mis hermanas y yo denominábamos a nuestros abuelos maternos. Parte de estas vacaciones implicaban pasar unas semanas en la casita del pueblo de donde era oriunda mi abuela materna (lea también: La “Xarcutería” del Pueblito…).
Transcurridos unos días en el pueblo, mi abuela me indicó que yo debía ir a visitar a su prima quien siempre le preguntaba por mí. Confieso que, adolescente al fin, la idea de irme a pasar una tarde de mi agitada agenda veraniega hablando con una ancianita no era precisamente mi primera opción. Por lo que hice hasta lo imposible para obviar el tema y me inventé todas las excusas posibles para “evitar” la visita. Sin embargo mi abuelita, con una insistencia que me hizo recordar de quien heredó mi madre esa cualidad, todos los días me recordaba ir a visitar a la tía. Tanto dio el agua en la piedra que accedí a ir, obviamente a regañadientes.
Como era un pueblo pequeño me fui caminando a visitar a la tía y como buen dominicano, cogí un atajo a través de un pequeño parque que los locales utilizaban para caminar. Al llegar a la casa de la tía me recibió una viejita diminuta y arrugada, quien al verme puso una sonrisa de felicidad como la que pondría un presidiario que no ha recibido visitas en dos años. Me invitó a pasar e inmediatamente sacó su mejor vajilla y procedió a brindarme unos bocadillos. La casita era pequeña e inmaculadamente limpia. Pero había un solo problema: Un olor muy desagradable.
Mientras aquella viejita trataba de agradarme yo sólo pensaba en que transcurriera el tiempo lo más rápido posible. A aquella visita obligada, y que me había robado mi tarde de disfrute con mis amigos españoles, se le sumaba ese olor desagradable. Lo que más me llamaba la atención es que aquella viejita no parecía darse cuenta del fuerte olor. Recuerdo que me decía a mi mismo: ¿Será que ya está acostumbrada? Cada vez que aquella viejita se descuidaba yo miraba mi reloj, sólo para percatarme de lo lento que iba. Parecía que estaba detenido en el tiempo. Y aquel desagradable olor seguía invadiendo aún más mi olfato. Llegó el momento de terminar aquella “eterna” visita de 35 minutos.
Me despedí de la tía con un beso y al pararme, mientras caminaba hacia la puerta noté que en cada pisada yo iba ensuciando el piso. En cámara lenta y con más pena que vergüenza fui levantando mi pie sólo para darme cuenta lo que había sucedido. Asumo que a estas alturas no tengo que explicar lo que yo pisé mientras tomaba el atajo por el parque… Esta vez con más vergüenza que pena, la cara sonrojada y tartamudeando le pedí disculpas a mi tía, a lo que ella sólo me respondió: “Desde que me llegaste me di cuenta de la situación, pero estaba tan emocionada con tu visita que no quise hacerte sentir mal”. Asumo que tampoco tengo que describirles el nudo que se me hizo en la garganta. Fue una lección que nunca olvidaré.
¿Por qué les cuento esta historia tan personal? Porque he llegado a la conclusión que la vida de todos nosotros está llena de episodios como el de la tía. Me iría más allá. Nuestro día a día está lleno de situaciones de este tipo. ¿Cuántas veces hemos ido por la vida queriendo atribuirle a los demás defectos que son muchos más nuestros que de ellos? ¿Cuántas veces le hemos reprochado a los demás errores cuya causa raíz la hemos generado nosotros? ¿En cuántas situaciones les exigimos a los demás sacrificios o esfuerzos que nosotros mismos no estamos dispuestos a asumir? ¿En cuántas ocasiones hemos juzgado a priori a una persona sin tener la información suficiente? ¿Alguna vez hemos acusado o sospechado de una persona basados en simples prejuicios? ¿Hemos alguna vez rechazado a alguien basados en simples estereotipos o paradigmas? ¿Hemos descartado la idea de alguien, sin tan siquiera ponderarla, sólo porque esta persona no es una experta en el tema? ¿Cuántas veces hemos hecho oídos sordos a una sugerencia porque el emisor es muy joven, o incluso muy viejo? ¿Cuándo fue la última vez que escuchamos a alguien con el único y verdadero interés que conocer a esta persona y saber su punto de vista? En resumen, ¿estamos tan centrados en nosotros mismos que hemos asumido nuestra verdad como verdad absoluta? Y cuando se haga estas preguntas, aplíquelo a su entorno laboral, familiar y social.
Quizás lo más interesante de toda ésta anécdota es que cada cierto tiempo la vida me repite una lección de este tipo. De hecho en algunos casos son tan parecidas que apenas cambian los protagonistas y las circunstancias. Es como si la providencia está rotundamente negada a que olvide aquella gran lección de humildad…