Hace un par de años me encontré una mañana en el gimnasio con una amiga de la universidad. Tras saludarle, le hice la típica pregunta en ese tipo de ocasiones: “¿En qué tú estás?” Con cierta cara de tristeza y resignación me respondió: “Aquí ya tú ves, fajada en el gimnasio. Vengo todos los días y me fajo como una campeona y además me alimento súper saludable. Y sigo igualita. Nunca termino de ponerme en forma…” Al ella terminar esa frase, en fracción de segundos le respondí con una de esas respuestas espontáneas que uno sólo enuncia cuando está en plenas facultades mentales pues ha dormido bien la noche previa y además tuvo un suculento desayuno que le elevó el nivel de azúcar. Recuerdo como hoy que le respondí: “Recuerda que a esta edad ya no se trata tanto de cómo uno se quiere ver gracias a hacer ejercicio, sino de cómo uno se vería y sobre todo, se sentiría, si no lo hiciese en lo absoluto”. Al terminar de darle esta respuesta recuerdo como hoy como cambió su semblante de angustia por uno de serenidad y sobre todo, como asintió diciendo: “Tienes toda la razón, estoy partiendo de la expectativa equivocada”. Y muy campante empezó de nuevo a hacer su ejercicio con una sonrisa en el rostro.
Siempre he sostenido en numerosas oportunidades que uno de los principales motivos por lo que en el mundo hay tantas personas insatisfechas, infelices y sobre todo inconformes es el dañino hábito de la “comparación”. A lo largo de nuestra vida, una y otra vez se nos ha programado para asumir unos parámetros culturales fijos y unas referencias innegociables de los elementos que componen aspectos tales como el éxito, la felicidad, la popularidad, el talento, la salud, la belleza, etc. Y peor aún, a medida que han pasado las décadas estos parámetros “ideales” se han distorsionado, y además son bombardeados a nuestra psiquis de forma tan intensa y por tantos canales, que ya ni siquiera los cuestionamos. Es decir, los damos por hechos irrefutables o más aún, son ya prácticamente parte de nuestro ADN. Constantemente, y como si fuese un antivirus programado que escanea cada minuto nuestro disco duro, nos analizamos a nosotros vs. estereotipos preestablecidos para cada uno de los aspectos arriba mencionados. Y cuando vemos que nuestra realidad no encaja con ese esterotipo existente, lo consideramos una falta nuestra o brecha a cubrir. O peor aún, actuamos en consecuencia.
Las empresas, como entes inseparables del mundo en que vivimos, no son ajenas a esta realidad. Frecuentemente asumimos en las empresas algunos elementos como indicadores de estatus, de crecimiento y de éxito; y si no los obtenemos nos sentimos hasta cierto punto frustrados o incluso fracasados. Y si de contrario a esto, los obtenemos asumimos que “hemos llegado”. De esta forma, aspectos subjetivos como la altura del piso en el que está la oficina, el tamaño del escritorio, la cercanía del parqueo asignado a la entrada, el nivel de aislamiento de las oficinas y la proximidad de estas con la del jefe principal, el tamaño del bono anual e incluso el color del “pin” se transforman en simbologías que indican quién es exitoso o no en una organización. Pero el que estas simbologías existan no es el aspecto grave. De hecho, si son bien manejadas pueden ser un elemento motivacional. El aspecto grave es la actitud de amargura que asumen quienes no ven estos símbolos como un estímulo para trabajar duro, sino como un indicador de que ellos “son menos”, y sobre todo la actitud de derrota que muchos asumen. Y voy a citar dos ejemplos de frases que he escuchado docenas de veces: “Si no recibí una promoción y mi compañero sí me estoy quedando atrás”. “Si ese empleado gana más que yo y entró después que yo es porque estoy haciendo mi trabajo mal”.
Para salirnos de una vez y por todas del “tren de las comparaciones” lo principal que debemos hacer es entender la diferencia que existe entre las personas conformes y las conformistas. Las personas conformes aceptan con gratitud lo que la providencia y la vida les ha dado y se esmeran diariamente con mejorar y potenciar todo eso que han recibido. Por el contrario, las personas conformistas se quejan de sus circunstancias, se resignan y se limitan a hacer el mínimo posible con lo que la vida les ha dado. Y sobre todo van por el mundo detectando e inventariando las todas las injusticias que les toca sufrir. Y aquí no estamos hablando de que si la vida es justa o no. Estamos hablando de que las injusticias de la vida (que son muchas) no las asumamos como faltas nuestras, pues entonces vamos a enfocar nuestras energías en victimizarnos, y no en ser mejores cada día. Y el objetivo que debe primar siempre es que cada día nosotros mismos seamos mejores de cómo éramos el día anterior, no el encajar en un estereotipo.
Alguien podría argumentar al leer lo arriba expuesto que al no fijarnos en nuestro alrededor y enfocarnos en ser mejores cada día, corremos el riesgo de perder la perspectiva y caer en la complacencia e incluso en la mediocridad. ¿Cómo evitar caer en este extremo? Teniendo muy presente que tampoco se trata de convertirnos en ermitaños o monjes de clausura, y no olvidar que vivimos en un mundo competitivo donde muchas veces para progresar hay que ganar. Pero jamás obviar que la clave del verdadero éxito está en mirar siempre hacia delante mientras avanzamos y simplemente buscar formas de monitorear si vamos bien con relación a nuestra competencia. Pero sin distraernos demasiado en ello.