Debo confesar que lo que voy a compartirles a continuación lo escribí hace más de un año para este blog, pero luego de terminarlo opté por no publicarlo pues me pareció un poquito pretencioso. No obstante, desde hace unas semanas “la vocecita” me está pidiendo reiteradamente que lo publique. Así que le haré caso a esta. Quizás el motivo es que alguien debe leerlo.
Hace un par de días me sucedió una de esas situaciones anecdóticas que solo la familia y los buenos amigos creerían en primera instancia. Mientras estaba en la fiesta de cumpleaños de un buen amigo, y ya entrada la noche, un camarero me pasó por el lado en su rápido paso hacía una mesa contigua. Luego de haber avanzado un par de metros, de repente el camarero se detuvo, giró lentamente el cuello para verme y se devolvió hacia donde mí, dando lugar a la siguiente conversación:
- Camarero: “¿Usted es Ney?”
- Yo: “Sí. ¿Cómo estás?” (poniéndole la mano en el hombro sin querer hacerle notar de que no sabía quién era)
- Camarero: “¿Usted se acuerda de mí?”
- Yo: “Disculpa. Yo creo que te he visto, pero no te ubico de dónde. ¿Tú trabajas o trabajabas en algún restaurant?”
- Camarero: “No, para nada. Yo soy Ramón. Yo era mensajero en Luna Verde” (nombre ficticio).
En ese momento caí. Efectivamente, él era el mensajero de una empresa del padre de un amigo y en la cual trabajé hace unos 22 años, por espacio de unos cuantos meses, durante una transición laboral. La conversación siguió fluyendo.
- Yo: “¡Claro Ramón! ¿Cómo estás? ¿Cuánto tiempo? ¿Qué sabes de Gertrudis y Rosa?” (en referencia a dos personas más que trabajaban en la empresa).
- Camarero: “La verdad don que yo perdí contacto con toda esa gente luego que me fui.”
- Yo: “Ah que pena…”
- Camarero: “Mire Don (mientras me miraba fijamente a los ojos), usted sí que me trató bien. Yo estaba loco por encontrármelo un día para darle las gracias.”
Apenas dijo esto procedió a llamar al hijo (que también estaba de camarero en esa fiesta) para presentármelo y decirle: “Mira, este es el señor del que yo te había hablado”.
Cuando dijo eso al final tragué en seco, me quedé frio y medio pasmado. Imagínense, si lamentablemente no le recordaba mucho menos iba yo a recordar el haber hecho algo en particular o especial por él, más allá quizás de un posible trato cortés. Esa noche me acosté reflexionando sobre este incidente y tratando de recordar alguna particularidad de mi relación con aquel mensajero. Honestamente, no recordé nada. Lo que sí recordé fue que, durante un par de años previos a la compra por parte del padre de mi amigo, esa empresa se había manejado sin un líder y que, además, el líder que había estado antes era una persona muy reputado por su mal temperamento. Así que pensé que realmente con esos antecedentes no fue necesario haber tenido algún gesto extraordinario para haber calado en la memoria de este señor.
¿Por qué les hago esta historia? Les aseguro que no es para promover mis atributos y cualidades de gran líder y motivador en ese entonces. Esto porque seguro que en esa época y quizás en los dos o tres años posteriores, cuando la testosterona todavía brotaba por los poros y yo desarrollaba paralelamente cinco actividades a la vez, es probable que no todas las personas que interactuaron conmigo en ese entonces necesariamente hablarán maravillas de mi temperamento. El único motivo de esta anécdota es invitar a todo el que sea líder (en cualquier faceta de su vida) a una reflexión: Absolutamente todas nuestras acciones u omisiones, por minúsculas o insignificantes que las consideremos, influencian o impactan vidas en el corto, mediano y largo plazo. Y, por ende, debemos hacer un esfuerzo consciente de que este impacto sea siempre positivo y constructivo.
Con lo arriba mencionado no me refiero solo a las responsabilidades típicas o clásicas de todo líder. Cuando digo todo me refiero literalmente a todo. Hablo de gestos tan sencillos como brindar una sonrisa, dar unos “buenos días”, dar una palmada en la espalda, hacer una pregunta sobre cómo alguien se siente (y detenerse un par de minutos a escuchar), mirar a los ojos en una conversación o dar un buen consejo. Se trata de recordar constantemente que el privilegio de ser líderes no nos hace superiores en ningún sentido ni nos eleva de plano. Se trata también de interiorizar el hecho de que quizás el 80-90% de las circunstancias que contribuyeron a que estemos donde estemos no las determinamos nosotros. Y por ende la única forma de manifestar esa gratitud es tratando bien a los demás.
Todo esto que indico arriba cobra aún más relevancia cuando algunas de las personas que nos rodean nos miran hacia arriba buscando que seamos nosotros las personas que le demos la inspiración de seguir adelante a pesar de sus circunstancias, realidad y entorno. Dicho de otra forma, en entornos como los nuestros, con realidades tan disímiles conviviendo, es donde más hacen la diferencia esos pequeños detalles. Y ni hablar de los grandes…