Mientras escribo este post estoy en un avión de regreso de una intensa semana, durante la cual participé en un interesante programa ejecutivo en los Estados Unidos, algo que trato de hacer cada año. Definitivamente puedo decir que ha sido una semana muy fructífera donde, de la mano de verdaderas autoridades y compañeros de clase, aprendí mucho sobre estrategia, innovación y el futuro de los negocios. No obstante, como casi siempre me sucede, el principal aprendizaje personal de este viaje no lo recibí de la mano de estos expertos. La gran lección de vida la recibí de la persona menos esperada y en el lugar más inusual.
El último día del programa un compañero dominicano y yo decidimos que definitivamente nos merecíamos una salida a cenar para celebrar la culminación de éste. Al llegar al restaurant y sentarnos en nuestra mesa nos atendió una joven extremadamente atenta y servicial y con una gran sonrisa, a pesar de las exigencias que implicaba su trabajo en un lugar totalmente abarrotado. Desde la forma en que hacía las recomendaciones de los platos y cocteles, hasta su genuina curiosidad sobre que tanto nos habían gustado estos, el servicio de Princess (así se llamaba) sobrepasaba el adjetivo de excepcional. Entres sus diversas visitas a la mesa, y ya con el lugar un menos abarrotado, mi compañero y yo iniciamos una breve conversación con ella. Princess, era una joven filipina de 26 años que hacía apenas seis años había llegado (sola) a los EE.UU. en búsqueda de una mejor vida y la posibilidad de poder ayudar a sus padres en su país natal. Curiosos por su inglés casi perfecto no pudimos evitar preguntarle dónde lo había aprendido. Como buena millenial, nos dijo que había sido autodidacta y que lo había practicado mucho durante los años que trabajó en un call center en Manila.
Ya casi finalizada nuestra cena, y más deleitados con el atento servicio de Princess que con la comida per se (que no estuvo nada mal…), cuando ella se acercó a la mesa a traernos la cuenta no pude evitar hacerle la pregunta que siempre hago cuando me cruzo con estos “unicornios”: ¿Cómo hacía ella para mantener tan buena actitud a pesar de la presión, lo agotador y lo demandante de su trabajo, sobre todo cuando no todo al que atendía necesariamente tenía una buena “vibra”? Su respuesta inmediata me dejó atónito: “Yo simplemente aplico el principio de “¿Por qué arruinarlo?” (Why ruin it?). Curiosos sobre en qué consistía ese principio le pedimos que nos elaborara.
“Miren”, dijo antes de proceder a explicar. “Las personas que vienen aquí probablemente han tenido una semana o un día difícil, y en lugar de quedarse en su casa, han optado por venir a este lugar a pasar un rato agradable. O de repente están celebrando algún logro o una fecha especial. O quizás son una pareja que se está reconciliando. O simplemente son dos amigos/as que tenían años sin verse y se están reencontrando para ponerse al día. O a lo mejor se trata de personas que con mucho esfuerzo están haciendo su única salida del mes fuera de su casa a cenar. Siendo estás, o cualquiera otras similares las circunstancias de estas personas, ¿por qué entonces arruinarles el momento con una mala actitud? Todo lo contrario. Mi obligación es hacerla lo más amena posible. incluso si esa persona no es del todo agradable conmigo, pues siempre es probable que esa persona tuvo un día difícil. Y además de que eso no debe afectarme ya que no es algo personal. Por eso yo trato de mantener una buena actitud sin importar el día o situación personal por la que yo esté pasando. Además, por ejemplo, hoy yo me voy a las 2:00 am. ¿Se imaginan ustedes lo eterna que se haría la noche si la cargo de negatividad?”. Está de más decirles que (aparte de una merecida propina) Princess se llevó nuestra enfática exhortación que nunca cambie esa actitud.
Definitivamente la lección gratuita de positivismo y buen servicio nos dejo conversando todo el regreso a nuestro hotel. No obstante, en mi caso personal me dormí reflexionado sobre este episodio. Mi conclusión es que el principio de “¿Por qué arruinarlo?”, si bien aplica para todos los que ofrecemos servicios, lo que es en esencia es una filosofía de vida, ya que ninguno de nosotros tenemos el derecho a cargar o hacer a otros pagar las consecuencias de nuestros problemas, agotamiento, situaciones, frustraciones o inconformidades. Sobre todo, cuando estas otras personas también cargan con las suyas. Dicho de otra forma, el principio de “¿Por qué arruinarlo?” parte de la premisa de que nuestros problemas necesariamente no son mayores que los de los demás, y que, si de hecho lo son, los demás no tienen la culpa. También, se trata de entender que las malas vibras son contagiosas y nadie tiene el derecho a transmitirlas.
Pero lo más interesante de todo esto es que el principio de “¿Por qué arruinarlo?” aplica 100% con nosotros mismos. En pocas palabras, ¿qué autoridad tenemos nosotros a auto-boicotear nuestro derecho a tener una vida plena y feliz cargándonos innecesariamente de pensamientos negativos, rencores innecesarios, decepciones infundadas, inconformidades injustificadas, que solo contribuyen a una sola cosa: afectar nuestra calidad de vida? Debemos guardar nuestras energías para cuando surjan los problemas de verdad, y no agotar nuestra capacidad de manejar problemas desgastándonos con mortificaciones triviales.
Así que le exhorto a aplicar desde ahora mismo el principio de “¿Por qué arruinarlo?”…