Corría el año 1978 y estaba yo en tercero de primaria. Lo recuerdo como hoy porque estábamos estrenando el nuevo campus del colegio donde estudiábamos. A esa edad ya existía en el colegio un sistema de castas sustentado en tres aspectos diferenciadores básicos: la marca de los zapatos con los que ibas a clases, la marca de los tenis con los que hacías deporte y, la más importante de todas y la única que no era negociable, si llevabas loncheras o si todos los días te daban dinero para ir a la cafetería. Yo era de los que llevaban loncheras…
Días tras día, mientras me tomaba mi jugo del termo caliente, mi sándwich de jamón y queso frio y una que otra galletita o guineo extra de vez en cuando, veía en cámara lenta y se me hacía agua la boca al ver a los niños de las castas superiores salir de la cafetería con sus mini pizzas calientes y sus refrescos con hielo. Todo esto por el “exorbitante” precio de 25 centavos. Y claro está, el gran logro personal era cuando por una vía u otra conseguías esos 25 centavos y al menos por un día podías experimentar la vida de las castas superiores. En los recreos de vez en cuando yo coincidía con Pablito (nombre ficticio). Pablito era dos años menor que yo y nuestros padres eran muy amigos desde tiempo atrás. En específico mi madre había desarrollado una gran amistad con Mary la madre de Pablito. Esta amistad era al grado tal que ambos siempre íbamos juntos a los cumpleaños y con frecuencia hacíamos salidas sabatinas todos juntos a los clubes, parques, al zoológico, etc. En pocas palabras y a pesar de la “gran” diferencia de edad de dos años, Pablito y yo éramos buenos amiguitos.
Un buen día, mientras disfrutaba de mi suculenta merienda pre-empacada, Pablito me pasó por el lado y me mostró un billete de un peso. Le pregunté que si ese peso era suyo y me dijo que sí mientras se despedía y caminaba a la cafetería. “Eso ya era el colmo”, pensé mientras lo veía alejándose hacia la cafetería. “Pablito es más pequeño que yo y le dan nada más y nada menos que un peso para merendar. Y a mí me tienen condenado a esta bendita lonchera”. Está de más decir que la indignación me invadió totalmente. Pero el episodio no quedó ahí. Día tras día durante más de una semana, cuando le preguntaba a Pablito si le habían dado dinero él me enseñaba un billete de un peso. La envidia de imaginarme a Pablito pidiendo todo lo que se le antojaba en esa cafetería, y hasta sobrándole dinero, me empezó a secuestrar y a carcomer. Y claro está, subía exponencialmente cada día que me mostraba el peso que le daban.
La sensación de “maltrato hogareño” fue tal que empecé a rebelarme en mi casa dejando la merienda dentro de la lonchera, amenazando con que no iba a llevar lonchera al colegio y reprochándole a mi madre que ella no me quería, sometiéndome a tal humillación. Un día, en medio de una de esas crisis por el tema de la lonchera le dije embargado de ira a mi madre que cómo podía ser que, a Pablito que era más chiquito que yo, le diesen un peso todos días y a mí me enviasen con una mísera lonchera al colegio. Mi madre un poco sorprendida me dijo que eso era imposible. Yo le dije que sí era así y que lo había visto con mis propios ojos. Dicho sea de paso, no sé cómo se las ingenió mi madre, pero me logró convencer ese día de que me llevase la lonchera…
El día de aquel incidente de rebeldía y después de la cena, mi madre muy tranquila sentada en un sofá, me llamó para que me acercara a ella. Al acercarme me hijo: “Hablé hoy en la tarde con Mary. Ese peso que te enseña Pablito todos los días se lo regaló su abuelo de Puerto Rico hace dos semanas y él, como no quiere que se le pierda lo lleva consigo siempre. Incluyendo al colegio. Pero él no lo gasta”. “O sea”- pensé – “¿Ese peso que me enseña Pablito es el mismo siempre???”. Confieso que por un minuto sentí alivio, pero luego una extraña sensación me embargó. Me sentía engañado, pero no por Pablito, sino por mí mismo. Me había torturado por algo que solo estaba en mi imaginación.
Lo interesante del caso es que, memorizando un poco, en ese momento Pablito nunca me había dicho que le daban un peso todos los días, ni nunca me dijo que lo iba a gastar en la cafetería. Tampoco creo que nunca pretendiese exhibirme su peso, de hecho, es probable que él me lo mostraba con alegría y orgullo pensando que yo me alegraba de su dicha. En pocas palabras, todo había estado en mi mente. Ese episodio fue quizás la primera (o al menos la primera que recuerdo…) de las inoculaciones contra la envidia que me hizo mi madre, y que hoy día considero la mejor herencia que esta me va a dejar. Estas inoculaciones se podrían resumir en mi filosofía personal actual sobre la envidia: Sentir envidia por el aparente éxito o felicidad de una persona es como amargarse por no haber ido a un concierto luego de que un amigo le envía una foto sonriente desde el VIP. Usted no sabe lo que a él le costó estar ahí ni si usted estaría dispuesto a pagar lo mismo. Y para colmo de colmos, usted ni siquiera sabe si verdaderamente él lo está disfrutando o incluso si él realmente quisiera estar ahí”. ¿Sería realmente absurdo no? Pues así mismo de absurda es la envidia…
El estar inoculado contra la envidia no quiere decir que no la sientas en un momento determinado por un corto instante. Simplemente implica haber desarrollado los reflejos para que inmediatamente esta se asome tener a mano los mecanismos y argumentos mentales para desarticular esa sensación, alegrándote inmediatamente del bien ajeno y teniendo en cuenta la premisa de que no todo lo que brilla es oro. Y de repente, incluso intentar ver que puedes aprender de esta persona para lograr o tener eso de la persona que te llamó la atención. Y bajo ninguna circunstancia, esto implica que cada vez que sientas esa sensación te crees una película mental para imaginar que la otra persona en el fondo no es feliz y está peor que tú. Ese mecanismo de defensa y autojustificación es tan o más nocivo como la envidia misma.
Quisiera terminar este post con una reflexión que posteé en las redes sociales hace cuatro años y que resume todo lo que he escrito aquí: “No envidies nunca. Jamás envidies a una persona pues no sabes su historia, probablemente no tienes idea de su realidad presente y, al igual que él, desconoces totalmente su futuro. Tampoco envidies algo que alguien tenga, si no tienes idea del precio personal que ha pagado o está pagando por ello. Y mucho menos si conociendo tú este precio, como quiera no estás dispuesto a pagarlo…”