Uno de los términos que más se han utilizado desde que se desató la crisis global del COVID-19 es el de “nueva normalidad”. Esto se refiere a las nuevas condiciones de convivencia, formatos de trabajo, manejo sanitario, patrones de consumo, modelos de negocio, criterios de priorización e incluso modos de relacionamiento ante este nuevo escenario que nos está tocando vivir y que seguro incidirá en el mediano y largo plazo en la forma en que nos desenvolveremos. Cabe destacar que este término no es reciente. Surgió para describir las nuevas condiciones financieras tras la famosa crisis del 2008 y las secuelas de la enorme contracción económica posterior. Y, a partir de ahí, ha sido utilizado de forma común para describir numerosos cambios. Quizás su uso se extendió más a partir de los cambios surgidos por la masificación de numerosas plataformas tecnológicas disruptivas que han cambiado para siempre la dinámica competitiva y el comportamiento de los consumidores.
Algunos expertos denominan este período forzado de confinamiento y sus desescaladas posteriores (y, en algunos casos, reactivaciones de la medidas debido a un resurgimiento de niveles altos de contagio) como “la gran pausa” y “la gran parada”. En mi caso, y por lo que he podido apreciar en mi entorno de clientes, proveedores, empleados, amigos y relacionados, — a pesar de la limitación de movilidad —, nadie se ha detenido. De hecho (y aclaro que mi opinión puede estar sesgada), un altísimo porcentaje vive una realidad totalmente distinta a una parada o pausa. Es decir, está trabajando más que nunca. Esto, en esencia, se debe a la celeridad requerida por los ajustes iniciales y a la curva de aprendizaje que requiere cualquier nueva forma de operar, combinado con el esfuerzo de tratar de balancear mínimamente los roles. Por eso, a título personal, prefiero llamarle “El gran paréntesis”.
La única analogía que se me ocurre para describir lo que hemos vivido con esta pandemia es la historia de Rip Van Winkle, escrita por Washinton Irving, y que narra la historia de un hombre quien, con la idea de escaparse de las continuas peleas de su esposa, decide irse al bosque. Tras unirse a una extraña fiesta con la que se encontró, se duerme. Al despertase a la mañana siguiente, Rip descubre que han pasado 20 años. Y claro está, al regresar a su pueblo se da cuenta de que todo lo que era su vida había desaparecido. Si lo pensamos en frío, entramos hace unos 75 días a una cuarentena y hemos salido a un mundo totalmente diferente donde la transformación digital no solo avanzó cinco años, sino que pasó de ser una novedad, algo que algunas empresas con el presupuesto para experimentar podían hacer, a una necesidad no negociable de cualquier organización.
Si actualmente hablamos de una nueva normalidad es porque antes había otra normalidad. Mi pregunta filosófica es: ¿podríamos denominar la realidad de vida que tenía gran parte de la humanidad como algo normal? Si partimos de la definición de “normal” (algo que se ajusta a cierta norma o a características habituales o corrientes, sin exceder ni adolecer), me atrevería a especular que no. ¿Los abusos indiscriminados al medioambiente pueden denominarse como algo normal? ¿Las enormes diferencias socio-económicas e injusticias sociales que vive una gran parte de la humanidad sí lo era? ¿El afán desmedido de lucro de algunos en detrimento de muchos cae en esta categoría? ¿Y el enfoque desmedido de la gran mayoría en el “tener” versus en el “ser”? ¿La instigación del odio entre nacionalidades, razas y religiones se pueden clasificar como normales? ¿El rush productivo y la competitividad extrema, con sus correspondientes secuelas emocionales, son normales? Quizás, podríamos calificar todo lo anterior como algo “común” pero jamás como normal, pues el día que lo consideremos como algo normal habremos claudicado en nuestra aspiración de un mejor mundo. Por esto es que hablo entre amigos que lo que realmente teníamos era una especie de “excepcionalidad comúnmente aceptada”. O como yo también lo denomino: “una excepcionalidad masivamente asumida”.
Mi exhortación es a que veamos este paréntesis (dentro del cual cada quien puso lo que quiso, pudo y se vio obligado) como la mejor excusa para al menos intentar “resetear” el statu quo. Hablo de pensar en considerar nuevos indicadores de bienestar que no estén asociados a lo material, de construir una nueva visión de lo que implica riqueza, de dar una nueva definición a la palabra productividad, de enfocarnos en ser solidarios con el resto de nuestros congéneres. Y si sigo, no termino. Si las circunstancias no nos lo permiten o simplemente no estamos dispuestos a asumir el cambio o no aprendimos la lección, creo que, al menos, debemos aceptar y reconocer que lo que teníamos antes de la pandemia no era para nada una normalidad…
La historia de Rip Van Winkle tiene un final feliz. Cuando se fue al bosque, dejó una aldea monárquica y cuando regresó, encontró una aldea democrática y libre de colonos; había dejado una esposa que lo maltrataba y encontró una hija amorosa; había perdido sus antiguos amigos pero hizo otros nuevos. El tiempo le borró su vida anterior y le brindó una nueva, probablemente mejor. Quizás esta pandemia es nuestra gran (y probablemente única) oportunidad de enmendar nuestros errores y trazar el camino correcto. Si no, las futuras generaciones nos lo sacarán muy en cara…