Hace una semana solicité a mi asistente que por favor se colocase un tope de cristal a la mesa de nuestro salón de reuniones. Transcurridos unos pocos días encontré el tope en la oficina instalado. Lamentablemente mi agradable sorpresa, con lo rápido que había sido este trabajo, quedó rápidamente neutralizada. Inmediatamente me acerqué noté que por lo visto esta rapidez había tenido un alto costo, pues el cristal del tope tenía una terminación que realmente dejaba mucho que desear: no tenía biselado en lo absoluto y en algunos bordes tenía incluso fragmentos menos y pequeños magullones. Al ver esto apenas atiné de decir, con una calma que ni yo mismo reconocía, resignado y asumiendo quizás que mi paz espiritual valía más que el valor de ese tope, que por favor llamasen a la empresa para que se llevasen el tope y que ni siquiera les reclamasen nada.
Al día siguiente, sin ni siquiera haberme dado cuenta de que los habían retirado, coincidí en la oficina con dos jóvenes de la empresa de cristales, quienes llegaban con el tope arreglado. Al ponerlo en la mesa mi asistente me llamó para su revisión. El tope estaba perfectamente biselado y con una terminación cuasi perfecta. Mi sorpresa fue tal que hasta les pregunté a ellos si este era el mismo tope del día anterior, a lo que ellos respondieron afirmativamente. Mi próxima pregunta fue preguntarles: “Y si ésta es la terminación correcta del cristal, por qué enviaron ayer el cristal en las condiciones anteriores”. Su respuesta inerte y tranquila fue: “Es que la máquina de biselado estaba dañada ayer”.
Ante el hecho de que la máquina de biselado estaba dañada, ellos optaron por entregar el tope incompleto pues “de repente nadie se daba cuenta”. En otras palabras, apostaron a entregar algo mal o incompleto pues quizás el cliente no percibía el defecto o simplemente no se molestaba en exigir o reclamar. Es como si existiese una total convicción que de que el costo y el esfuerzo de resolver el problema cuando se manifieste esporádicamente, será siempre menor al costo y esfuerzo de prever que éste suceda muchas veces.
El objetivo de este blog no es plantear una queja. Es hacer una exhortación: Seamos exigentes. Ser exigente no se trata de ser antojadizo y “quisquilloso”. Tampoco es desahogar nuestras frustraciones en aquellos que no tienen el poder o la capacidad de respondernos o defenderse. No implica a su vez reclamar lo que en un primer momento no especificamos y comunicamos cómo lo queríamos exactamente. Simplemente se trata de que no aceptemos las cosas que no estén de acuerdo a los estándares. Se trata también de establecer criterios de calidad y aferrarse a ellos. Y no transigir (como yo hice con el tope de cristal) por entender que no vale la pena el esfuerzo. Entendamos que si no exigimos, quizás nos estamos haciendo un daño a nosotros, pero al que más le estamos haciendo daño es al otro, pues no sabemos las implicaciones futuras que se pudiesen evitar con un acertado “choque de realidad” en un determinado momento.
Y sobre todo, recordemos que no tendremos nunca calidad moral de exigirles a los demás, si primero no nos exigimos a nosotros mismos