Esta conversación entre un amigo dominicano y yo tuvo lugar un domingo a principios de septiembre de 1993, uno o dos días después de yo haber llegado a Madrid a realizar una maestría ejecutiva y con la expectativa de trabajar. El horario de clases que escogí —de seis de la tarde a diez de la noche cinco días a la semana— me permitiría perfectamente emplearme en alguna empresa y acumular experiencia profesional.
—¡Este lunes arranco a buscar trabajo! Estimo que de aquí a un mes estaré trabajando —dije entusiasmado.
— Bueno, Ney, yo tengo un año buscando trabajo, activamente enviando mi currículo, y nada aún —contestó mi amigo.
—Quizás no has encontrado trabajo porque eres abogado y eso ya es más difícil.
—Yo no estoy buscando trabajo solo como abogado. Estoy abierto a otras posibilidades.
—Acuérdate que yo, aparte de tener la nacionalidad española al igual que tú, soy ingeniero industrial, lo cual me abre más posibilidades. Además, soy bilingüe, tengo un posgrado en Holanda y mi última experiencia laboral fue en una multinacional que tiene operaciones en España. Incluso tengo el contacto de un dominicano que está ahora aquí trabajando en una filial de esa empresa.
—OK —respondió mi amigo con cara de no estar muy convencido.
— Además, si nada de esto funciona, la prima de un alto ejecutivo dominicano de una multinacional de limpieza e higiene me dio una carta de referencia personal dirigida a él.
—¿Quién? ¿Don Fulano de Tal? ¡Pero él fue la primera persona que contacté! Me recibió con mucha amabilidad, pero nunca más supe de él.
—No importa. Con todo lo que tengo a mi favor, no creo que lo necesitaré —respondí con esa cierta prepotencia que dan la juventud y la ignorancia.
—Bueno, hermano, espero que tengas mejor suerte que yo.
Yo me había preparado bastante bien con todo lo que estuvo a mi alcance para aumentar mis posibilidades de encontrar empleo en España. Solo había omitido hacer algo “insignificante”: investigar cuál era la realidad económica de ese país en el que iba a vivir los próximos dos años de mi vida… Resulta y acontece que, en 1993, España estaba inmersa en la peor crisis económica que había tenido en décadas y la recesión había llevado al desempleo de un 16 % a un 24 %. O sea, la mayoría de las empresas no estaban contratando personal, sino todo lo contrario.
Domingo tras domingo, sin perder el entusiasmo, compraba las ediciones especiales de la prensa en las cuales salían las famosas “paginas salmón”, pues, dentro del contenido sobre economía y negocios, estaba la sección de empleos. Y, religiosamente, todos los lunes, buscaba las posiciones laborales en las que entendía encajaba mi perfil. Preparaba las cartas modelo con sus respectivos currículos, las ensobraba y las enviaba por correo físico (recordemos que, en esa época, no había internet ni muchísimo menos Linkedin).
Narrar todo lo que pasó en los siguientes nueve meses sería abrumarles con detalles. Lo voy a resumir así: luego de haber aplicado a cientos de posiciones, simplemente, no conseguí empleo. La experiencia no fue agradable ni estimulante. Mi plan “infalible”, con el que me había montado en el avión para ir a España, había fallado estrepitosamente. La cierta soberbia con la que había sostenido mi conversación con mi amigo aquellos primeros días en España había recibido un merecido baño de humildad.
Decir que en esos nueve meses no tuve ofertas y oportunidades laborales sería injusto y hasta ingrato. Sí las tuve, y bastante interesantes algunas. Solo tenían una pequeña particularidad: eran incompatibles con mis estudios de maestría, los cuales eran mi prioridad. Por ejemplo, tuve una oferta para un programa de trainee de tres años en una prestigiosa naviera que, entre muchas otras cosas, implicaba pasar dos meses en un barco conociendo el funcionamiento operacional y trabajar otros tantos meses en un puerto bastante lejos de Madrid. También recibí una oferta gerencial en una franquicia líder de pizzas en cuyo primer año de entrenamiento tendría que hacer turnos rotativos. Pero estas interesantes ofertas quedaban opacadas por las decenas de cartas de rechazo que recibí y la enorme cantidad de entrevistas infructíferas a las que asistí.
Viéndolo en perspectiva, esto fue lo mejor que me pudo haber pasado (como dice un buen amigo, “para atrás, todos vemos 20/20”). Al no encontrar trabajo en España, vine a República Dominicana en las vacaciones de verano. A los pocos días, obtuve trabajo en una empresa que no solo me permitió trabajar esos casi cuatro meses de vacaciones, sino que también me invitó a regresar para trabajar durante todo el mes de diciembre (eso del trabajo remoto no existía…). Cuando terminé mi maestría, ya tenía un trabajo asegurado en esta empresa, una historia de la que ya he escrito en otras ocasiones. No obstante, lo mejor de esta experiencia es que aprendí muy joven a tener mi soberbia siempre “a raya” y a saber que, aunque creamos lo contrario, es muy poco el control que tenemos sobre los acontecimientos.
Creo que la vida o la providencia nos debe exponer a situaciones y coyunturas en las cuales nuestro ego reciba un baño de humildad y nos recuerden que no somos infalibles. Y si por casualidad no nos llegan estas situaciones o coyunturas, debemos provocarlas. Una forma de lograrlo es hacer algo nuevo que nos saque de nuestra zona de confort. En lo personal, tengo el privilegio de tener empresas que me mantienen el ego apaciguado, pues no podemos dar nada por sentado. Solo por mencionar algunos ejemplos, el proyecto más seguro y confirmado es el que, precisamente, se cae; el evento que pensábamos que iba a llenarse solo es el que más nos demanda esfuerzo, y el seminario que siempre se llena, sorprendentemente, tiene poco movimiento y hay que emplearse a fondo. Dicho de otra forma, a pesar de estar en este negocio desde hace más de 25 años, a estas alturas, no podemos darnos el lujo de dormirnos en nuestros laureles, y debemos estar como el primer día, al pie del cañón y con humildad.
¿Recuerda usted algunos casos en que su soberbia fue puesta a raya?