La Diferencia que Hace la Diferencia…

Hace ya muchos años, recibí una de esas ofertas laborales de las que en ese momento definí como “irrechazables” para laborar en otra organización. Luego de sentarme con mi jefe de ese entonces, y estando él muy consciente de la oportunidad que se me había presentado, solo atinó a felicitarme, no sin antes ponerme una condición: “Lo único que te pido es que me ayudes a conseguir una persona como tú”. Coincidencialmente en esos días yo había recibido un currículum de otro joven que había sido mi vecino desde pequeño y que acababa de llegar al país de realizar una maestría en el extranjero. Lo recordaba muy bien. Era un joven muy inteligente, respetuoso, de muy buena formación hogareña y sus credenciales no podían ser mejores.

Lo entrevisté y la impresión no pudo ser mejor. Aparte de sus credenciales académicas y profesionales tenía muy buena dicción y excelente presencia. Luego de su entrevista con él, mi jefe me indicó que también le había gustado. Para hacer una historia larga corta la entrevista fue un jueves y al lunes siguiente el joven ya estaba en la empresa, pues la idea era que estuviese conmigo esas tres semanas siendo “sombra” y que pudiese aprender todo lo necesario para darle continuidad a mi trabajo.

Justo el primer día de trabajo del joven mi jefe me llamó en la tarde para pedirme que le acompañase a una cena con un cliente muy importante. Me solicitó que también nos acompañase el joven nuevo para que éste fuese tomando el piso y conociendo a los clientes.

Como es lo típico, al sentarnos el capitán del restaurant nos pasó el menú. Luego de pedir unas entradas para compartir cada uno, empezando obviamente por el cliente, llegó el momento de pedir los respectivos platos fuertes. Cuando le tocó al joven pedir su plato éste pidió una “Langosta a la Valentín” (nombre ficticio). Recuerdo como hoy que al escuchar esto pensé por dentro: “¡Pero Dios mío, ese es el plato más costoso del menú!”. No solo eso, sino que su precio era el doble del segundo plato más costoso. Recuerdo que de forma disimulada, en tono muy bajo, entre dientes y mientras intercalaba rápidamente mi vista entre él y el menú, le pregunté (insinuando con los ojos que recapacitara en su elección): “¿Pediste una Langosta a la Valentín?” Su respuesta totalmente inocente y en voz alta fue: “¡Siiiiii. Me han dicho que aquí la preparan riquísima!” ante la mirada ladeada y  de reojo de mi jefe quien conversaba amenamente con el cliente. Con la respuesta tan “convincente” y “entusiasta” del joven, y para no magnificar la situación y que se diese cuenta el cliente, simplemente me incliné hacia atrás lentamente y de forma disimulada opté por cambiar el tema.

Nunca supe qué pensó mi jefe ante aquel incidente. Confieso que por vergüenza, y queriendo que todo pasara al olvido, nunca le toqué el tema. Tampoco me sentía con la confianza con aquel chico para explicarle que en un primer día de trabajo en una empresa (ni el segundo, ni el tercero, ni el último tampoco…) uno no debía pedir el plato más caro de un menú en un almuerzo al que le invitan. Mucho menos cuando usted no es el principal invitado… También asumí que no me habría entendido, o al menos no con el nivel de trascendencia o envergadura que yo le había dado al incidente.

He seguido la trayectoria de ese joven y realmente considero que no podría catalogarse de “idónea”. De hecho muchas veces pienso con cierta nostalgia si quizás de haberle dado aquel consejo hubiese habido una diferencia.

La acción de este joven había sido determinada por la ausencia de dos factores que hacen la real diferencia entre los que triunfan o no en la vida: El sentido común y la prudencia. Estos dos elementos, los cuales van más allá de los buenos modales, solo se aprenden gracias a un monitoreo y retroalimentación muy cercanos por parte de todos los mentores o tutores que a uno le tocan en la vida. Esto porque el poder decidir qué hacer o no en determinadas situaciones, donde no hay definición clara entre lo correcto o no y donde una sutil decisión puede tener serias implicaciones, comúnmente no se enseñan en el colegio o la universidad. De hecho, en una ocasión escuché a un facilitador de uno de nuestros eventos comentar que la mejor herencia que le podíamos dejar a nuestros hijos era enseñarles a tener criterio, pues éste  le ayudará a tomar decisiones cuando nosotros no estemos a su lado.

A todo lo arriba expuesto yo añadiría que las experiencias de la vida, correctamente retroalimentadas (como quizás debí yo hacer…) van generando un marco de referencia dentro del cual se encajan futuras decisiones del mismo tipo. Es como si una lección interiorizada se transformase en una especie de llave maestra que sirve para muchas otras ocasiones.

Y este es precisamente el objetivo de este post: Exhortar a que nunca nos cansemos de observar y retroalimentar a los demás pues no sabemos si un buen consejo a tiempo puede hacer una diferencia en sus vidas o carreras. Y esta retroalimentación que debemos dar no solo se limita a personas que supervisemos o colegas del mismo nivel. Esta retroalimentación incluye a personas de mayor jerarquía que la nuestra. De hecho, muchas veces estas personas, por sus múltiples responsabilidades son las más proclives a dejar pasar detalles. Y también, si son humildes, las más agradecidas de esta retroalimentación.

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