La espumita en el café…

Hace unos meses, decidí, luego de diez años inactivo, reiniciar mi relación amor – odio con el golf. Y para empezar de nuevo con un mínimo de paz mental, opté por tomar clases en las mañanas dos veces por semana. Una de esas mañanas, recibí una de las mejores lecciones de dirección de personas en muchos años. A mitad de la práctica, mi instructor llamó a uno de los ayudantes del driving range y le dio las siguientes indicaciones: «Buenos días, don. Por favor, tráigame un cafecito. Y ya usted sabe: como siempre, que se le vea la espumita blanca».

Curioso, me detuve a preguntarle el porqué de esta instrucción tan particular. La respuesta que recibí me dejó maravillado. Me indicó que, anteriormente, cuando le pedía un café, más de la mitad de las veces, se lo traía frío o, en el mejor escenario, tibio. Esto se debía a que el joven se distraía conversando en la cafetería o se detenía a socializar antes de llegar donde él. Y, otras veces, el café que le servían no estaba del todo caliente, ya que no estaba recién hecho. Añadió que, cuando le reclamaba por qué el café no estaba caliente, el joven le respondía que sí lo estaba. A raíz de esto, para no verse precisado a llamarle la atención, optó por una solución más creativa. Me dijo: «Como la mejor señal de que el café está recién hecho —y, por lo tanto, caliente— es una fina capa de espumita blanca, siempre le pido que me traiga el café con espumita blanca, y santo remedio. A partir de ese día, el café más nunca me ha llegado frío».

Le pregunté si, en algún momento, se había detenido a explicarle al joven el por qué de aquel requerimiento tan específico. Su respuesta fue que para qué hacerlo si todo estaba funcionando de maravillas. Además, consideraba que corría el riesgo de que, si le decía que aquella espumita blanca no era un fin en sí mismo, sino un indicador, volvería a la situación original. Le pregunté si no sentía que eso era manipulación, a lo que me respondió que todo lo contrario: «Él tiene una sola instrucción simple que seguir y yo tengo el resultado que necesito. Y, mejor aún, ambos nos evitamos una situación incómoda debatiendo si el café está caliente o no».

Confieso que durante todo el camino de regreso a mi casa ese episodio me dio vueltas por la cabeza, pues, en aquella situación sencilla, había recibido de primera mano una gran lección de gestión como pocas. Pensé: «En un mundo en el cual cada vez estamos más sobrecargados de información, y donde la imprevisibilidad es la norma y las organizaciones y sus colaboradores a todos los niveles estamos sometidos a innumerables presiones, qué importante es simplificar la información y customizar las instrucciones para que no solo sean digeribles, sino accionables». Y eso va desde cumplir con una norma hasta comunicar un objetivo de negocio, pasando por el propósito de la organización.

Es probable que este episodio hubiese pasado al olvido o se hubiese convertido en un comentario anecdótico si no hubiese sido por algo que dijo Doug Lipp, conferencista invitado a nuestro evento The Spring Conference, durante su ponencia. En un momento clave de su presentación, Doug empezó a compartir las siete lecciones esenciales de Disney University. La primera que nos mostró decía algo así: «Simplifica lo complejo con prioridades muy claras». Recordé de inmediato aquel episodio del café y pensé: «¡Esto fue exactamente lo que hizo mi instructor!». Él simplificó un factor tan relativo y subjetivo como puede ser la temperatura de algo (lo que es caliente para uno no necesariamente lo es para otro y viceversa) y lo transformó en un sencillo indicador visual que le garantizaba el resultado que quería obtener. A su vez, le daba total claridad al joven ayudante de cuál era la tarea a cumplir y con qué parámetro se iba a medir su buen desempeño. Y, tal como él me indicó, todo el mundo feliz.

Las personas necesitamos tener un motivo para levantarnos todos los días con entusiasmo a dar nuestro 120 %. Esto es cada vez más retador dada la cantidad de factores exógenos que nos impactan diariamente. Por ello, todas las organizaciones deben tener un propósito definido y, claro está, bien comunicado. Pero si las personas no tenemos del todo claro cómo —desde nuestra posición o realidad— podemos contribuir con este propósito, esto será un ejercicio fallido. Sin indicadores alineados con el propósito y «desmenuzados» para cada nivel organizacional, es muy poco lo que se puede lograr. A su vez, necesitamos una forma simple para determinar si estamos cumpliendo o no con lo que se espera de nosotros. En pocas palabras, todos necesitamos que nos definan de forma muy clara nuestras «espumitas en el café».

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